domingo, 3 de mayo de 2015
Macondo
El 23 de abril de 2015 en el cultural de El Pais Winston Manrique Sabogal publicó este extraordinario trabajo referente al mítico Macondo. En homenaje a Gabriel García Marquez y al autor del mismo, edito esta entrada en nuestro blog para general conocimiento.
Las raíces reales y literarias de Macondo
Un día, el niño Gabriel
García Márquez (1927-2014) iba asomado a la ventana en un tren amarillo,
que no paraba de soltar serpientes de humo con cada pitido, y leyó en la
entrada de una finca un letrero metálico azul que en letras blancas decía:
Macondo. Y la palabra voló a esconderse en algún refugio de su memoria.
Macondo no nació el día que todos
creen. Macondo tiene siete actas de fundación: tres tienen que ver con la
aparición de este territorio de ficción en sendos libros; dos son citadas por
primera vez por el autor sin que sus libros hayan sido publicados, y las otras
dos provienen de sus vivencias que darán origen a ese pueblo mítico. Para dar
con sus raíces hay que desandar la ruta de la imaginación de la gente a lo
real.
En el imaginario universal ese
territorio nace en el arranque de Cien años de soledad (1967):
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano
Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y
cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban
por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
Aunque la primera presencia para los
lectores estaría en el propio título de un relato de 1955: Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo,
en origen titulado El invierno.
Otra pista falsa, porque la primera vez real que la gente lo lee es en el
relato Un día después del sábado,
con el que en 1954 gana el Premio Nacional de Cuento, donde se narra: “Pero ese
sábado llegó alguien. Cuando el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento
del Altar se alejó de la estación, un muchacho apacible, con nada de particular
aparte de su hambre, lo vio desde la ventana del último vagón en el preciso
instante en que se acordó de que no comía desde el día anterior. Pensó: ‘Si hay
un cura debe haber un hotel’. Y descendió del vagón y atravesó la calle
abrasada por el metálico sol de agosto y penetró en la fresca penumbra de una
casa situada frente a la estación donde sonaba el disco gastado en el
gramófono. (...) Y ahí penetró, sin ver la tablilla: Hotel Macondo; un letrero
que él no había de leer en su vida”.
La realidad es que García Márquez
incorpora la palabra Macondo por primera vez entre 1948 y 1949, cuando escribe
la que habría de ser su primera novela: La
hojarasca, publicada en 1955. Y lo hace en la narración
introductoria: “De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el
centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. (…)
hasta los desperdicios del amor triste de las ciudades nos llegaron en la
hojarasca. (…) Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos la
calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez. (…)
Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y salió a verlo y
con la vuelta perdió el impulso, pero logró unidad y solidez; y sufrió el
natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra”. Y
es una línea más abajo cuando el escritor deja constancia de la fecha más
antigua de ese pueblo en la tierra, al fechar ese informe así: “Macondo, 1909”.
Ficciones que hunden sus raíces en la
realidad. En este desandar la estación inaugural está a comienzos de los años
50 cuando acompaña a su madre, Luisa Santiaga Márquez, a vender la casa de los
abuelos maternos, con los que él vivió sus primeros años, en Aracataca. En ese
viaje de reencuentro el mundo que quería contar empieza a tomar cuerpo. García
Márquez arranca sus memorias Vivir para
contarla, de 2002, evocando aquel viaje. Los dos se alejan del mar
de Barranquilla para tomar una lancha motor que los lleve al otro lado de la
ciénaga, tierra adentro, allí toman el tren que los cruzará por platanales,
pueblos refundidos en la memoria. Llegan a la hora de la siesta. Madre e hijo
caminan bajo un sol inclemente por las calles polvorientas rumbo a la Casa.
Fue. Fue. Fue. Eso es Aracataca mientras avanzan. La madre se encuentra con su
comadre, se abrazan, lloran, a su lado el joven periodista con sueños de
escritor mira, y, poco a poco, tras un largo viaje por calles pavimentadas,
ciénagas, un tren que se adentró en el calor y los pasos en un pueblo
sonámbulo, ve cómo las ideas literarias que le revoloteaban empiezan a armar el
rompecabezas: “Cuando el tren arrancó, con una pitada instantánea y
desgarradora, mi madre y yo nos quedamos desamparados bajo el sol infernal y
toda la pesadumbre del pueblo se nos vino encima. (…) Todo era idéntico a los
recuerdos, pero más reducido y pobre, y arrasado por un ventarrón de
fatalidad”.
En realidad, el Nobel colombiano ya
había plasmado este episodio en un cuento en 1962. Fue en La siesta del martes, pero mezclado con
un acontecimiento que de niño le impactó: la muerte de un ladrón a manos de la
dueña de la casa y la visita que hicieron la madre del difunto y su hermana
pequeña para llevarle flores a la tumba, tras un largo viaje en tren en medio
de platanales y pueblos sin nombre hasta apearse y caminar silenciosas a la
hora de la siesta: “El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña
descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas
empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta
la acera de sombra”.
Y la verdad se remonta a aquellos
años infantiles cuando él ve que una finca junto a la vía del tren se llama
Macondo. En Vivir para contarla
escribe: “Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes
con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia
poética. Nunca se lo escuché a nadie ni pregunté siquiera qué significaba. La
había usado ya en tres libros míos como nombre de un pueblo imaginario, cuando
me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la
ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para
hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyka
existe la etnia errante de los makondos y pensé que aquel podría ser el origen
de la palabra”.
Lo cierto es que vendieron esa casa
donde nace el verdadero Macondo. Los años que vivió con su abuela Tranquilina
Iguarán Cotés y su abuelo el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía. Lo cierto
es, también, que Macondo tiene una vida circular porque es hasta Cien años de soledad, en 1967, donde se
cuenta su origen. Y ahí se juntan la realidad geográfica e histórica de
Aracataca y de su lugar mítico. La única vía de llegar a Aracataca desde
Barranquilla coincide con el viaje que hizo con su madre en los 50: “En su
juventud él (José Arcadio Buendía) y sus hombres, con mujeres y niños y
animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una
salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y
fundaron a Macondo para no tener que emprender el viaje de regreso. Era, pues,
una ruta que no le interesaba, porque solo podía conducir al pasado”.
Así, Macondo quedó lindando al
oriente con una sierra impenetrable, al sur por los pantanos y una ciénaga sin
límites, al occidente con una “extensión acuática sin horizontes, donde había
cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los
navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales, y al norte la salida
inencontrada al mar”. Se quedaron allí porque a medida que avanzaban la
naturaleza se cerraba detrás de ellos. “Un espacio de soledad y olvido, vedado
a los vicios del tiempo”.
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