viernes, 18 de abril de 2014

Gabriel García Marquez

Gabriel García Marquez, genio de la literatura universal y premio Nobel de Literatura falleció el 16 de abril de 2014 en México DF a la edad de 87 años. Descanse en paz.
Autor de Cien años de soledad, la más importante novela de la literatura latinoamericana y máxima representación del realismo mágico. Creador del inmenso mundo de Macondo y sus habitantes.

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitan por un lecho de piedras pulidas blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente,  que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todo los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nueves inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que  los calderos, las palas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desaparición de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: "Para eso no sirve".
Del libro Cien años de soledad.

jueves, 10 de abril de 2014

Amsterdam

Propuse este libro y La aventura de un fotógrafo en La Plata, (a mi modo de ver, superior), como alternativa humorística a la carga trágica de Meridiano de sangre. No me extrañó que lo votara la mayoría de los que acababan de leer Viaje al fin de la noche.

Aunque obtuvo el Booker Prize en 1998 o tal vez precisamente por eso, parece ser la menos valorada de las novelas de McEwan, y puede que sea una obra menor que Expiación o Amor perdurable, pero a mí me resulta muy divertida.

No es una gran novela porque condesciende a buena parte de los ingredientes que garantizan el éxito: personajes de élite cultural y política, sofisticación, música (podría haber sido ciencia como en Sábado o Solar), y uno o varios dilemas morales (el que enfrenta a Clive ante una víctima de violación, muy traido por los pelos, la verdad) no definitivamente resueltos.

No puede ser una gran novela porque empieza muy bien pero va perdiendo vigor, se dispersa y lejos de cumplir todo lo que promete el primer capítulo, acaba casi en sainete. Es una lástima que el resto de la novela no esté a la altura de se primer capítulo, tan brillante y eficaz.

Efectivamente, tiene demasiados fallos para ser una gran novela: el mundo de Vernon en el periódico no está logrado; es excesivamente esquemático, la deriva obsesiva exagerada y el final es innecesariamente paródico ....

Y sin embargo, es muy, muy divertida y tiene muchas cosas positivas:

Para empezar, es un cuento moral magistralmente introducido con la cita inicial de un verso de W.H. Auden  - poeta incuestionablemente moral - que invoca la amistad, la separación y el  error.

No es fácil que un cuento moral, por actual que sea su presentación y ambigua que sea la postura del autor (que aquí no es mucho), resulte tan entretenido. En el funeral de Molly no sólo se nos presenta a los personajes principales y su nexo de unión, sino se delimita un territorio, el contexto de relaciones y personas que se nos va a mostrar y que, a medida que avanza el libro, va a ser escarnecido. La sátira más o menos amable encubre apenas el escarnio subyacente que llega a la crueldad con el ridículo fracaso que sufren primero Vernon y luego Clive, cada uno a su yerro.

Me gusta la elección de los fracasos respectivos. La vuelta de tornas que consigue la esposa de Garmony a la publicación de las fotos y el fallido estreno de una sinfonía del milenio que repite la novena de Beethoven son parábolas eficaces que ilustran cómicamente la frustración de las hinchadas autoexpectativas de una generación de intelectuales, profesionales de éxito y artistas de medio pelo de los años  sesenta y setenta.

En segundo lugar, la sátira parte de los dilemas morales que enfrentan los personajes. Y en esto resulta muy efectiva la “focalización” del autor en uno u otro personaje para situarnos en la perspectiva desde la que Clive y Vernon ven los acontecimientos que se narran. Pero está claro que Clive interesa más al autor y centra más la atención.. Seguramente porque asume o encarna o expresa (caricaturizados) sus propios gustos musicales y su reticencia ante el arte vanguardista, que hoy considera ya “ortodoxo”. Esa mayor focalización de la narración en la óptica de Clive contribuye, creo yo, a la dispersión y trivialización de la trama, pero también nos permite una mayor familiaridad con el personaje y con su pensamiento. Una familiaridad que, paradójicamente, hará más patético todavía el ridículo final de Clive. No terminamos de saber quién de los dos fracasa peor, pero, más familiarizados con el curso de pensamiento de Clive, tendemos a vivir más con él y con su “público” el bochornoso estreno de su sinfonía del milenio, tan parecida a la novena de Beethoven. (Algo que puede ser la pesadilla recurrente de todo compositor).

Es muy buena también la capacidad de sintetizar muchas cosas con detalles aparentemente nimios que lo dicen todo. Aunque Molly está muerta desde el principio, la conocemos bien a través de los recuerdos de sus amantes; los. pequeños detalles y sensaciones que experimentan Clive y Vernon, en relación con la enfermedad de Molly, explican su extraño pacto de eutanasia;  la conmovedora descripción del ambiente de la comisaría en que Clive participa en una rueda de reconocimiento.

También son pequeños detalles los que anticipan la fragilidad de la amistad; el momento en que Clive empieza a interpretar sus más generosas aportaciones a la relación y lo “poco” que había recibido de Vernon, y que sea muy poco después de haber albergado tales pensamientos, cuando, cargado de autoridad moral, advierta a Vernon del dilema moral en que le sitúa su proyecto de publicar las fotos del Ministro.

Sin embargo, esa fragilidad no explica suficientemente la retorcida y disparatada venganza de los amigos. La sátira hacia el final degenera en sainete y se pierde la oportunidad de explorar más otras razones que meramente son sugeridas, como el aislamiento de la edad.

El que sea precisamente el declive mental y la muerte de Molly lo que saca a la luz en los dos hombres, ese factor oculto de soledad y aislamiento, o el que, su relación  con la misma mujer, sea el nexo espiritual que fundamenta su amistad al punto de que, desaparecida ella, sucumban ambos a la aversión y el rencor, son aspectos meramente apuntados que merecían mayor atención. Pero la novela hacia el final carga el énfasis en los aspectos públicos de la vida de los personajes, en detrimento de su mundo de relaciones privadas.

En definitiva, una novela menor, pero con buenos recursos, ingenio y  entretenimiento.

Madrid 14 de mayo de 2014
Consuelo


El verano que murió Chavela

 Me he permitido la licencia de cambiar la crítica o ensayo por la ficción, y para presentarles a ustedes El verano que murió Chavela me he valido de la voz de un personaje de mi invención. Es un periodista que se llama Lorenzo Perera Correa, cuyas iniciales coinciden casualmente con las de mi nombre y apellidos, pero que no tiene nada que ver conmigo. Lo he elegido porque conoce al protagonista de esta novela desde hace años y estoy convencido de que su testimonio nos puede ayudar a entenderlo mejor. Y le pido perdón al autor del libro si, de forma -por supuesto- totalmente involuntaria, la versión que nos ofrece este periodista se acaba apartando de la realidad, que sólo el conoce a ciencia cierta.

     Éste es el texto
     Sobre Ricardo Blanco:
     Conocí a Ricardo Blanco a principios de la pasada década. Él acababa de embarcarse en aquella aventura con su amigo Moyano, y a mí me habían asignado  a la sección de Sucesos. No era plato de mi gusto, pero fue la oportunidad que me dieron para quedarme fijo tras años de precariedad y contratos temporales. Tenía que lidiar con maderos y picoletos que nos miraban por encima del hombro, y mucho más si con quien se topaban era  un neófito, como sucedía en mi caso.
     Me hubiera encantado ser como David Guillén, que estuvo en las guerras de Bosnia y de Ruanda y que, ya a aquellas alturas, “se permitía cagarse en su jefe y en el jefe de su jefe”; pero ese privilegio sólo lo tenían unos pocos. No había quién se atreviera a toserle a nuestro más reputado reportero de guerra en aquella recién inaugurada redacción de LA PROVINCIA, junto a la Avenida Marítima, a la que nos trasladamos en la época en la que la prensa regional parecía que iba a seguir siendo un negocio boyante durante años.
     Cómo me habría gustado tener los huevos de Guillén para plantarle cara a algún que otro comisario que se creía el mismísimo Maigret, porque, salvo excepciones -como la de Álvarez-, en aquella comisaría no había más que patanes que se pasaban la mayor parte del día en el bar Deenfrente, y que presumían de servicios y hazañas que sólo existían en su imaginación. También es verdad que gracias a sus fanfarronadas e indiscreciones de vez en cuando nos podíamos llevar alguna que otra noticia a la boca.
     Los periodistas teníamos fama de farfulleros e irresponsables, de ir a lo nuestro sin reparar nunca en las consecuencias. Recuerdo cuándo le dieron el Pullitzer a Kevin Carter, aquel free-lance surafricano cuya foto de un niño famélico observado de cerca por un buitre mereció la portada de “The New York Times” y de otros muchos periódicos en 1993. Se decía que Carter sacó la foto a la postre premiada sabiendo que al niño le aguardaba una muerte segura y, sin embargo, fue incapaz de mover un dedo para intentar cambiar el curso de los acontecimientos. En su descargo argumentaba al parecer que, cuando obtuvo aquella instantánea, el niño estaba defecando y no creyó oportuno interrumpirlo, amén de que en los alrededores había numerosos miembros de la tribu y que no sabía cómo iban a reaccionar. Con el fin de ridiculizarnos y dejarnos en evidencia, Álvarez y sus colegas nos restregaban esa leyenda urbana por la cara. Pero David Guillén defendía que todo aquello no eran más que patrañas, que él había estado en varias contiendas y que “era mentira que uno se limitara a narrar, sin más, lo que ocurría en las guerras”, que esa foto que ganó el Pullitzer del 94 “era más falsa que una moneda de tres euros” y que “allí primero se salvaba al niño y luego se sacaba la foto”.
     Claro, que menudos eran aquellos patanes para darnos lecciones de profesionalidad, ellos que nunca sabían salir por si solos de ningún embrollo y que, cuando un caso se les atravesaba, acababan llamando siempre a Ricardo Blanco. Que se dejen de gaitas. Y me consta además que, cuando llegaron los recortes y la Comisaría se quedó sin recursos para contratar servicios externos, era Susana, la esposa del comisario, la que, desplegando sus artes, acababa involucrando siempre al detective de la calle Triana en la resolución de los casos que traían de cabeza a Gervasio Álvarez, últimamente afectado por serios problemas de salud.
     Conozco a Ricardo desde que estableció su negocio en ese inmueble señorial de Triana en  cuyo portal sigue luciendo, tres lustros después, la  placa de “Blanco & Moyano. Agencia de detectives”, que difícilmente pasa desapercibida al paseante. Mi redactor-jefe me había encargado investigar la extraña muerte de Toñuco Camember, hijo de un conocido ex senador y abogado de la capital grancanaria, que la policía se apresuró a cerrar (o eso querían hacernos creer) como un caso de simple suicidio. En Comisaría me topé de inmediato con un muro de silencio, y fue mi redactor-jefe el que, más listo que los ratones coloraos, me sugirió que me acercara a la sede de aquella agencia. El jefe presumía de olfato, y nunca pude saber cómo carajo averiguó que Blanco estaba también detrás de aquella investigación. “Ya sabes, las fuentes son sagradas”, era el mantra que él repetía y que, poco a poco, todos fuimos incorporando a nuestro repertorio de frases hechas.
     No me resultó difícil trabar amistad con él. Era un tipo callejero, con apariencia un tanto bohemia, al que le gustaban la farra y las copas. Lo recordaba de verlo tiempo atrás en el Polo, el bar que a finales de los 80 regentó el periodista Pablo Socas y en el que casi a diario nos reuníamos una nutrida representación de la canallesca y otras gentes de mal vivir. Compartíamos amistades, pero nunca se dio la coincidencia de que habláramos. Lo reconocí de inmediato cuando lo vi salir de aquel viejo inmueble en compañía de María Arancha Manrique, Maracha, la prometida de Camember. “¿Buscas algo?”, me espetó directo nada más despedir a aquella pija que inundó el ambiente de Chanel. Lo invité a tomar una copa para neutralizar la embriaguez que podía haberle provocado el aroma de aquel caro perfume y acabamos los dos borrachos como cubas.
     Luego me confesó que la propia agencia era el fruto de “una breve borrachera de ron y una larga amistad” con su amigo Miguel Moyano. Siempre le ha gustado trivializar y restar importancia a las cosas; pero sinceramente pienso que Ricardo es un detective vocacional, que con el ejercicio de su profesión supo llenar las aspiraciones de su difunto abuelo Nicolás Colacho Arteaga. Y, aunque no suele hablar de su padre, de alguna manera yo intuía que Ricardo lo había tenido presente a la hora de tomar esos derroteros, que seguramente se hizo detective “por el descreimiento que le supuso la temprana desaparición del progenitor”. “Ocurrió que el muy cabrón no me dio tiempo a crecer”, me dijo una noche con rabia, la rabia que  todos los huérfanos e hijos únicos compartimos. Compartimos una “infancia solitaria”, esa “infancia de niño viejo que ni amigo invisible conocía”. Compartimos similar adoración por nuestros abuelos, que en ambos casos desempeñaron el rol de la figura paterna, el suyo en La Isleta y el mío, tierra adentro. Compartimos la misma querencia por el alcohol y las hembras hermosas. Vivimos, como consecuencia, algunas situaciones de riesgo, de las que él se libró siempre gracias a la pericia y providencial actuación del “matasanos” Pancho Viera, con el que también compartimos ambos noches de alcohol y desmadre. Por cierto, que la última vez que lo vi me dijo que lo había dejado del todo y que ya no probaba ni gota.
     La verdad es que no sé qué nos está pasando a los hombres. A ver si va a tener razón Rosa Julios cuando dice que Ricardo “se está amariconando”. Podría decirlo de otra manera; pero lo cierto es que este Ricardo no es ni por asomo el Ricardo que conocí hace 15 años. Desde que está encoñado con esa farmacéutica, apenas se puede contar con él, ni aunque lo invites a un Calvados de esos que tanto le gustan. Cuando hablamos de mujeres y relaciones, y cuando nos preguntamos por el tiempo que se necesita “para descubrir que la otra persona es la que se va a quedar para siempre”, es de los que sostienen que “para siempre no se queda ni el ángel de la guarda”. Pero esa actitud, me temo, no es más que una coraza defensiva con la que se nos quiere mostrar a veces, porque Ricardito, en realidad, está enamorado hasta las trancas. Si por él fuera, hace tiempo que se habría trasladado de su piso de la calle Galicia al chalé de Beatriz en Tafira. No cabe duda de que las cosas están cambiando. Ahora son ellas las que reclaman espacio e independencia, y los hombres los emocionalmente dependientes.
     Por lo demás, mi amigo es un tipo increíble, que ha heredado esa socarronería propia de la tierra de su abuelo Colacho y que, como todo hombre sabio, se sabe reír también de sí mismo. Me recuerda mucho a Pepe Carvalho, al que conocí cuando estuve estudiando la carrera en Barcelona. Amante de la buena mesa, no tiene nada que ver con esos detectives anglosajones alimentados a base de sándwiches grasientos y cerveza caliente, como Marlowe, Sam Spade, el sueco Walander o el mismísimo Maigret, del que nadie se explica que viviendo en Francia pueda comer tan mal. Y, lo mismo que el catalán, es poseedor de un código moral que, sin ser exclusivo, es al menos “muy particular” –“como el patio de mi casa”, admite el muy coñón-. “Nuestro trabajo es descubrir al asesino, explicar las razones –si las hay- de su acto, intentar entenderlo; pero que pague o no por su crimen es algo que ya no nos incumbe. No somos dioses”, me dice y reitera cada vez que protagoniza una actuación decisiva, como esta última de la que hemos tenido conocimiento, la desarticulación de la banda bosnia liderada por Todor Turajlic.
     Poco o nada trascendería de las heroicidades y gestas de Blanco si no fuera por nosotros, los periodistas que le conocemos y le admiramos, porque como de todos es perfectamente conocido Álvarez y sus sabuesos son muy propensos a colgarse ellos todas las medallas. Lo raro es que a Margarita Esponda, habiéndose saltado las órdenes de sus jefes, la hayan propuesto para un ascenso, precisamente a causa de su heroica intervención en la Punta de las Peñas, donde encontraron fondeado el “Ille de Crete”, barco que, a pesar de ese nombre, resultó no ser ni francés ni griego.
     He querido hacer esta presentación para que se hagan una idea de quién y cómo es Ricardo Blanco. Espero no haberles cansado. Tendría muchas más cosas que contarles, y podría hablarles por ejemplo de  sus gustos musicales y literarios, u otros muchos aspectos de su personalidad que demuestran que no estamos ante un vulgar “huelebraguetas”, que estamos ante un auténtico protagonista de novela o de cine; pero para conocer más les invito a leer mis crónica en LA PROVINCIA, o estar atentos a las novedades de la pantalla, porque estoy seguro de que nuestro particular héroe, más tarde o más temprano, acabará convertido en personaje de cine.
   
 Las Palmas de Gran Canaria, a 10 de abril de 2014
 Lorenzo Perera Correa
   

Viaje al fin de la noche